8.16.2004

Ahora lo sabe.

Mi madre y yo hemos pasado buena parte del fin de semana juntas. No es la primera vez en las ùltimas semanas. No es la primera vez desde que eso ha sucedido. Pero no se lo había dicho todavía. No le había contado. Al principio porque creía que si no lo contaba no existiría. Luego porque me avergonzaba. Pensé que de alguna forma lo intuía, pero me equivoqué. Ha estado preocupada por mí, me dijo. Eso es normal, siempre se preocupa. El sábado, no obstante, mientras ella y yo compartíamos una ensalada y comíamos pasta y bebíamos vino (yo bebía vino), me confesó su verdadera preocupación. Le angustia verme adelgazar de esta forma. Le aterroriza pensar en tantas enfermedades desconocidas mientras semana a semana se da cuenta de que cada vez se me caen más los pantalones, de que cada vez las ojeras son más difíciles de camuflagear. Suspiro. La miro con ternura y me reprocho haberla mantenido tanto tiempo al margen. No se merece esto. Que se entere del corazón partido si eso la aleja del cáncer y los virus y las cosas absurdas que se imagina. Bebo un poco más de vino. Sé que desaprueba un poco, pero no le importa. Me sabe lejana, me supone en peligro, y eso es más importante que un regaño por las cosas del vino. Elijo con cuidado lo que voy a decirle. Me da pena. No sé cómo. Respiro hondo y le cuento sólo lo más relevante. Hace mucho que no lo pienso a fondo, este asunto. Hace algunas semanas que he dejado de llorar casi por completo. Adquiero el tono de quien se esfuerza en recordar algo que sucedió hace mucho. Muy pronto en la historia me percato de que estoy fingiendo. "Es todo", concluyo. De alguna forma la comida, el ambiente, la confidencia, me parecen irreales. No existen. No están sucediendo. Esta persona no soy yo, esta mujer traicionada que cuenta, que recuenta no puedo ser también yo. Quiero ser su hija nadamás. Quiero que me lleve al médico para que me revisen y se me quite esta molestia, me receten una vitamina, unos análisis de sangre. Quiero que se duerma conmigo y me abrace y esas cosas. Pero ya soy grande y ella también lo entiende. Le agradezco que no me diga que ya se lo imaginaba. Le agradezco que se queda sus conjeturas de madre sabia y me ofrece sólo un puñado de palabras consoladoras: "Me duele mucho que te pase esto a tu edad. Me duele porque entiendo perfectamente lo que significa en general y en particular, pero sobre todo porque me parece injusto en un corazón tan tierno. Me da gusto sólo por una razón: No va a volver a sucederte nunca. Vas a aprender, vas a crecer. Entiendo que no me lo dijeras, y eso me parece una muestra más de que estás aprendiendo a ser fuerte. Te quiero, lo sabes". Y ya. Me doy cuenta de pronto de que existe entre nosotros ahora un respeto diferente. Me admiro de su reacción respetuosa y serena, y me duele. Ahora somos adultas las dos. Ahora soy yo.

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