9.23.2004

Manzanas

Mi vecino de cubículo toca la puerta. Cincuentón postrero. Parece sacerdote, a veces. Me habla de usted. Usa chalecos aunque no haga frío (aunque aquí adentro siempre hace frío). Vino tímidamente a mi puerta. Traía cuatro manzanas pequeñitas sobre las manos. Me las regaló. Es demasiado discreto para decir nada. Nadamás se pone a contarme sobre el árbol del que cayeron. Lo miro con ojos que no han dormido más de cuatro horas y la cabeza me da vueltas. No lo invito a pasar, la tonta. Me quedo nadamás así, sentada con los hombros hacia abajo, la barbilla levantada hacia donde está él. Jorobada, los lentes se han deslizado a la punta de la nariz. No entiendo lo que dice. Me las ofrece. No sé cómo tomarlas. Me siento torpe, avergonzada. Balbuceo gracias. Él sabe. Él también se marcha tarde. Él lo oye todo del otro lado de la delgada mampara que nos divide la existencia. Los silencios. Los largos ratos sin teclear, el moqueo disimulado. De alguna forma conoce mis secretos. Me avergüenzo. Yo no soy esa mujer, ¿se da cuenta? Haga memoria. Acuérdese de cuando yo llegué aquí. Acuérdese de los artículos que le he prestado. Acuérdese de las carcajadas sofocadas cuando he tenido visitas en este pedacito de oficina. Acuérdese del taconeo decidido, de las llaves cantarinas en la mañana. Del aroma a café y de cuando tarareo bajito mientras trabajo y trabajo y trabajo. La que revolotea hojas y carpetas y hojas durante largo rato hasta que por fin encuentra eso que trae perdido. La que se regresa dos tres veces antes de marcharse porque siempre se le olvida algo. La ratona desordenada que se pasa mañanas enteras rompiendo papeles para hacerle sitio a más chunches y rincones. La que contesta en francés o en inglés a los visitantes. Ella es su vecina, no yo. ¿Seguro que me quiere dejar las manzanas? Bueno, yo le digo que usted vino y se las doy. Seguro le van a encantar.

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