9.16.2004

Mujeres

Una mujer seria que viste un pantalón blanco se para frente a un grupo de adolescentes desmañanados. En la mano izquierda lleva un tarro de café azul, en la derecha un gis que como todos los días, se quiebra a la mitad después de escribir las primeras tres palabras sobre el pizarrón . De alguna forma logra escribir sin dar la espalda al grupo. Está en todo. Una mirada en voz alta y el de hasta el fondo se calla. Los aretes se mecen junto a ella mientras camina entre las filas y se asegura de que no queden dudas sin resolver. A las nueve y media el café se ha terminado y ella se sacude las manos satisfecha después de terminar de borrar el pizarrón.

Sentada en el sillón blanco inmaculado mientras hojea una revista de sociedad y habla con alguien en el diminuto celular plateado. A lo lejos, detrás de la delgada pared de bambú se oye agua correr sobre rocas. Una joven de pelo largo se le acerca, dice su nombre y la conduce a una salita aparte. Se despoja del pantalón, se tumba sobre la cama y cierra los ojos. Alguien está quemando incienso. Media hora más tarde, sus piernas relucen tersas bajo la luz discreta que ha atestiguado la transformación. Un instante después, guarda su tarjeta de crédito y se dirige al estacionamiento donde la camionetota la espera.

Alrededor de la mesa de una cafetería se congregan siete personas. Hay una mujer que fuma un cigarro tras otro y bebe café azucarado. Mueve mucho las manos, expulsa el humo por la nariz. El amarillo de la blusa contrasta con los brazos delgados y bronceados que en las pausas se apoyan sobre la mesa de fórmica verde. Asiente ante lo que dicen los demás, se ajusta los lentes, enciende otro cigarrillo. Juega con las palabras mientras arruga despacito una servilleta al compàs de la sinfonía de tazas que chocan con platos que chocan con cucharas que se arrastran sobre mesas. Busca la página, subraya, hace garabatos alternando la superficie de una hoja impresa y las líneas angostas de un cuadernito. Se hace de noche. Dobla las hojas, guarda el lápiz, compra otra cajetilla de cigarros.

La puerta de lámina se abre con dificultad. Al fondo, Toña La Negra canta algo muy triste para ver si la liberan de la rockola en la que está atrapada desde hace algunos minutos. Se seca las manos sobre el pantalón que a cada paso revela una porción diferente de cadera, cintura, vientre, ombligo. Encuentra la mesa. Mira los dos pares de rostros masculinos que se deforman en carcajadas de cerveza. Toma la suya, bebe un trago largo. Está fría y clara. El lugar es azul y oscuro, apenas sopla el viento por entre las ventanas. Habla poco, ríe, cruza y descruza la pierna. Sabe sin verlo, que el negro de sus ojos ha empezado a resbalarse sobre su rostro lentamente. La noche poco a poco la despoja de la ciudad en medio de una cantina de barrio.

El rostro pegajoso en medio de la madrugada. Los aretes largos bostezan en gris. La rayas de la blusa se recargan aburridas unas sobre otras. La dueña del cuerpo cubierto por este grupo de líneas anaranjadas y amarillas y blancas se ha asuentado un poco. El cuerpo obediente y cansado espera sobre la acera. Alguien les abre la puerta. Entran. Eligen un lugar en la barra. Lo demás está muy oscuro. El volumen impide hablar mucho. Dos botellas de cerveza se estacionan frente a la mujer y su acompañante. Las toman, las chocan, las apuran. Encienden cigarros, hablan, se miran, hablan, apagan cigarros. Todo es muy confuso. Frunce el ceño. Las rayas no entienden nada, ella pregunta. El hombre explica como si le hablara a la barra. Ella trata de reacomodar lo que dice. Toma las palabras que puede y despacito las reacomoda en su interior. Nada tiene sentido. Toma las llaves, saca un billete, mira el reloj. Son las cuatro y veinte. Otra vez están afuera. Se aferra, se niega, afirma. Enciende el auto y se marcha sola.

¿Cuál de todas esas era yo?

1 Comments:

Blogger Roberto ha dicho...

Me gusta ver como te desgranas por momentos y al final como es increible que puedas armarte de nuevo, si perder la gracia y la esperanza
Un abrazo

1:49 a.m.  

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