4.01.2018

Migrañas

Hoy no tuve migraña, pero desperté a la 1:32 de la mañana. Abrí los ojos, como quien enciende un switch. Intenté adivinar la hora. La estadística reciente me sugirió que serían tal vez las 3:40 y que estaría despierta un par de horas más. Me levanté de un salto. Un salto de altura, porque hemos comprado con mi tarjeta de crédito una cama ortopédica (file under: cosas que uno hace a los 37 años). Desenchufé el celular (file under: el celular jamás duerme junto a ti a los 37 años) de camino al salón y me acomodé con movimientos de ninja sobre la butaca. Salón, butaca, hemos comprado. Un idioma extranjero. Tan temprano. No eran siquiera las dos de la mañana. Un poquito de Facebok. Cero pokémones a esta hora aunque justo enfrente, un grupo de adolescentes grita en el parque. En la otra habitación -habitación- respira con fuerza. No alcanza a roncar. Me aburro. Me inquieto. No tengo miedo, frío, hambre. Tampoco tengo sueño. Ya no fumo, estoy lejos. Vuelvo a enchufar el celular, me deslizo en la cama. En el suelo, destella la historia del diamante más grande del mundo y su fracasada subasta. Alargo la mano y con el índice hago pasar las páginas. No sé a qué hora me quedo dormida. Me despiertan las olimpiadas, el olor de la avena que prepara en silencio, la taza de café que deposita junto a la cama ortopédica. Nos abrazamos como todas las mañanas. Voy a ponerme unos pantalones rotos, unos zapatos insoportables, acudir a dos reuniones, grabar un pequeño fragmento de protesta. Hace diez años tenía un pasaje para Hanoi. -pasaje-. Hoy crucé la calle para almorzar. Almorcé un arroz, leí a Steinem, lloré un poquito cuando se le murió el padre. Escribí a mi padre. Los camareros de toda la vida me cuidan, me engríen, me animan a que me coma el pan, que me lleve los caramelos que vienen con la cuenta.