6.25.2011

Ramón

Se llamaba Ramón y murió hace dos días. La última vez hablamos por teléfono, hace nueve meses. Yo quería que mi maestro viniera a hablar con mis alumnos. Niña hermosa, me dijo, cuénteme qué está haciendo ahora. Su voz y la forma que tenía de bajarla como para contar un chisme sabroso era la misma que hace más de diez años, cuando yo me sentaba en el pupitre y él enseñaba aferrado a una lata de Diet Coke.

Cuando los maestros y los alumnos podían fumar juntos en la puerta del salón antes de refugiarse de la canícula hablando de Rosario Castellanos. Antes de que nos fuera poco a poco descubriendo los secretos de Pedro Páramo. Antes de que levantara un dedo y sentenciara que no, que no todos los alumnos eran iguales y unos eran más preferidos que otros. Él fumaba Benson mentolados y yo fumaba Camels en aquellos días. Y me leía todo lo que nos daba y lo que no nos daba pero mencionaba también. Y sudaba leyendo fotocopias de libros que ya no imprimen escritos por mujeres que saben escribir y que sólo leen los universitarios.

Alumnos como usted -escribió con rojo en un ensayo yanomeacuerdodequé- hacen que la docencia sea gratificante. Y yo lo guardé como un tesoro.

Hoy ya no existe. No existe más Ramón, ese maestro gracias al cual la lectura es gratificante.