dedo gordo
Abres los ojos. Otra vez estás en un lugar extraño. Todavía en un lugar extraño. Esta semana perdiste las llaves de tu casa. Extiendes un muslo. Lo tensas. Extiendes el otro. Empujas el edredón con el pie y miras la forma que tiene el dedo gordo de rematar el arco que forma tu cuerpo cuando despiertas. Empujas los hombros hacia atrás. Cierras los ojos y te das cuenta que esta mañana es posible sonreír. Sonríes con los ojos cerrados, gatito contento. Echas la nuca para atrás. Giras las muñecas en un gesto de flamenco horizontal. Algo en un hombro truena. Todavía entre las sábanas negocias y acuerdas. Haces una lista mental. Achinas los ojos hacia la ventana. Está todo blanco, otra vez. Como si te hubieras olvidado de pagar la factura de la vista y te la hubieran cortado. Pero así es aquí. Un servicio intermitente de paisaje. Neblina garantizada. Pasas un buen rato trastabillando. Caminando descalza entre revistas y ropa que cayeron a las prisas alrededor de la cama. Sientes calor en los ojos cuando parpadeas. Te gustaría, por primera vez en la vida, pasar un día sin leer. Dibujas el cerro a lo lejos mientras lavas los vasos. Hay un cerro ahí. Este no te pertenece pero está en la ventana. Por primera vez en días, tarareas sin proponértelo. Estás empezando a desprenderte, a dejar de resistirte, a renunciar a lo que te hace daño. Decides que sí, que hay más que esto. Abres la puerta.
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