5.01.2005

libros de pintar

A veces me doy curiosidad (como la curiosidad que me da a media tarde de saber cómo estoy y mirarme el mood ring) y me regreso un poco a lo que he escrito antes. Entonces leo y leo y me doy flojera. Me miro en esas palabras atropelladas y recuerdo. Cuando era niña me pasaba todo el tiempo. Mi mamá me regañaba porque me terminaba los cuadernos de pintar muy pronto. Atrabancada. Machetona. Prieta, pero ahora sí disfrútalo decía cuando comprábamos algún otro libro todavía sin color. Me sentaba en la mesita de mi cuarto o me acostaba de panza en el piso con la caja de colores enfrente. Las crayolas en cajas de 24 o de 64. Las de 64 me gustaban más porque traían colores raros como plateado y dorado y rosa metálico y crayolas fosforecentes y muchos tonos de morado. Y entonces me estaba toda la tarde calladita, afanosa, pinte y pinte. Coloreando, dirían otros. En mi casa nunca dijimos colorear, y todavía me sabe ajena la palabra, un gusto como a guayaba. Pintaba muy mal, a veces para arriba y para abajo y otras a los lados, me salía de la raya. Cuando por fin logré que mis trazos furiosos se quedaran en los límites establecidos por los señores dibujantes que hacían los cuentos de pintar, seguí pintando mal. Mi mamá y su sensibilidad artística debían sentirse terriblemente acongojados de que yo fuera tan mala para pintar. Combinaciones chillantes y trazos duros y fuertes. Suavecito, prieta, para un solo lado. Debí repetir para mí muchas veces la frase aprendida en el kinder pararribayparabajosinsalirsedelaraya en esas tardes de ocio afanoso. No podía volver a poner los colores en la caja hasta que no terminara. No podía guardar el libro hasta que cada una de las páginas hubieran sido debidamente coloreadas (con este tiempo se antoja una guayaba) y firmadas. Firmaba todo. Había que poner el nombre. El nombre y la fecha después. Cuando aprendí que una apóstrofe era la manera adulta de no nombrar el siglo y quedarme sólo con las décadas. En script y manuscrita, mi nombre de muchos colores y garigoleado. Eso era lo que tenía, el afán ese de seguir y seguir y seguir hasta que se acabara el libro. Por eso aprendí a leer antes de tiempo, por eso la señorita de kínder le pedía a mi mamá otros 10 dólares cada quince días, porque la niña se había terminado el segundo Libro Mágico otra vez. No compone la letra, pero ya se lo terminó, qué le vamos a hacer. Así ahora. Ahora me da pudor y no firmo con mi nombre pero sigo con los trazos esos fuertes y duros. Con las combinaciones chillonas. Ahora sigo duro y dale y teclee y teclee y escribe y escribe. He contado ocho cuadernitos ayer que acomodé el librero. Todos empezados. Uno en cada mochila, bolsa, mesa. El de las florecitas laqueadas en el escritorio. El de las tapas de cuero, junto a los libros pendientes. El miniatura de espiral en la bolsa café. El journal de cuadrícula celeste con flores de colores diferentes en cada página en la bolschila rosa. El de Anne Taintor en la bolsa de velour con flores. El otro día me encontré uno en la cocina. Un boleto gastado de avión convertido temporalmente en cuadernito. Y asì me voy, dejando la vida en trazos desordenados y feos, hasta que me compren otro cuaderno. A ver si ahora sí lo disfruto.

1 Comments:

Blogger Roberto ha dicho...

Es necesario dejarlo salir... asi sin mas.
Un abrazo.

9:07 p.m.  

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