9.20.2009

domingo

Aterricé ayer. ¿Cuántas veces puede uno aterrizar sin dejar de sentir El Regreso? Mi coche estaba desde hace casi ocho días abandonado en la oficina. Ayer sólo tuve fuerzas de desarmar la maleta y echarme en el sofá a mirar la pared con la nueva adquisición sobre ella. Me queda claro que es imperativo recoger el auto. Shamán me da un ride. Él y su sombrero pasan por mí, las calles húmedas, el olor del viento lo confirman: llueve o ha llovido o está por llover. El estacionamiento, desierto. Mi coche huérfano parece alegrarse de que he recordado volver por él. Modorro y desfajado, el guardia me saluda con la mano y vuelve a recostarse en su banquito. Piso el freno, muevo la palanca, bajo la mirada a la izquierda. Mis Marlboro Catorces Rojos están ahí, casi nuevos. Hace seis días que no fumo. Tal vez sea hora. Ayer murió el hombre al que él le quitó un pedazo de pulmón. El cuerpo tal vez me lo esté pidiendo. Algo me recorre la nariz. Tomo una bocanada de aire. Aprieto los ojos. Los ojos se llenan de agua. Lo detengo. Ni siquiera a solas y enferma puedo hacerlo. Tomo la avenida. Esta es la temperatura adecuada del aire. Me despeina. Un semáforo, dos, tres. Una chica atraviesa la avenida mientras espero. Está toda vestida de rosa y tiene una panza chiquita pegada a la camiseta que hace juego con el pants. Siento como si pudiera tocarla. Una vuelta, dos, la rotonda, el desnivel. El domingo la velocidad no importa. El semáforo junto a las vías del tren no funciona. Que pasen los camiones, pues. El que sigue está en rojo. A mi izquierda dos niños con cara de payaso están sentados contra un poste de luz. El rostro de uno es blanco, el del otro anaranjado. Es una película, digo. Una película triste e incomprendida en la cineteca. Están contando el dinero, incapaces de ver que si ahora mismo se acercaran, que si intentaran lanzar al aire uno o dos o tres de los palitroques que ahora yacen en el zacate y después me miraran a los ojos, les daría todo mi dinero, que tampoco es tanto. Lo reconozco, éste es uno de esos momentos. Olvidar o recordar. ¿Dónde comprarán la pintura para ser payasos de crucero dominical? ¿En qué clase de país vivimos? Pienso en eso mientras atravieso los límites de un municipio y me dirijo a otro. Vuelta, semáforo, vías. Están por terminar de construir el hospital. ¿Podré seguir pasando por aquí cuando lo abran? Seguro que no. Seguro que será un caos el tráfico, los coches, la circulación. Más adelante, en la esquina de Bolivia y el parque lo miro. El paletero de la Dumbo. Creo que es el único que queda en Monterrey. Todos los días lo veo en la tarde parado en esta esquina. Un par de veces me he parado a comprarle, cuando no vienen muchos coches detrás, a nadie le gusta que le piten. No sabía que también, los domingos. Tal vez lo que más me gusta de las paletas Dumbo es el papel encerado con letras rojas y el palito chiquito. Eso y que mi mamá las comía cuando era chica y ella y mis tías todas saben imitar el grito del paletero de hace cuarenta años. El señor Dumbo está sentado en el pasto, leyendo las primeras páginas de un libro gordo de pasta dura. Me da curiosidad. ¿Qué lee el paletero los domingos? Es mi turno. El taxi me cede el paso. Nunca lo sabré.

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