11.30.2008

Max

Diciembre 1, 2008

Sería incapaz de decir cuándo murió. Este mediodía de domingo todavía respiraba. Respiraba a bocanadas, su pulmón de 95 años colapsado al fin. Pero de qué sirve respirar si no puede uno hacer cuentas, jugar dominó, sonar la campana para que venga alguien a prender el noticiero, lavarse las manos concienzudamente, frotarse alcohol en las piernas. Pero eso que hacía mi abuelo el último fin de semana no era vivir.

Su vida, el tronco del que después llegaríamos los veinticinco nietos que le dieron sus ocho hijos, era mucho más que ese horrible tanque verde y una mejilla barbona que besamos por última vez ayer domingo.

Mi abuelo Max, que me decía profesora mucho antes de que yo supiera que lo sería. El que en los últimos días dijo para referirse a mí, "la de la casita". No dijo, mi nieta la que se fue luego de once años a vivir a otra parte. Él también se fue muchas veces a otra parte.

Al principio, cuando la Revolución, se lo llevaron a Texas. Porque el bisabuelo no creía que sus hijos debían morir a balazos ni sus hijas y esposa debieran andarse escondiendo en cuevas, sin bañarse varios días porque los villistas podían oler a las mujeres. En Texas la familia pizcaba algodón y él, de seis años, encontraba su camino de eso que ahora se llama emprendedurismo. Así, chiquito y sin ganas de ir a la escuela con los bolillos se dió cuenta de que los empleados del ferrocarril iban sucios. Y les ofreció ropa limpia por una pequeña suma en centavos. Las mujeres de su casa, después de todo, sabían lavar. Y recorría a caballo la distancia entre los campamentos y la casa llevando la ropa en el primero de los muchos negocios que haría en las siguientes nueve décadas.

Pero no podía estarse quieto. Y ya más crecidito leyó en la prensa que llegaba de San Antonio que el presidente de México organizaba una campaña de repatriación. Que había que volver. Y convenció a la familia de empacar y subirse a los guayines y volverse a ese país que ya no recordaba pero que prometía fortuna. Monterrey le pareció un sueño. El industrialismo en su apogeo. Y anduvo de aquí para allá, aprendiendo, negociando, proyectando. Comprando y vendiendo. Nunca sabremos de cierto todo lo que vio, pero hemos visto muchas de las cosas que soñó. Un día, mientras cenábamos (cuando todavía se cocinaba) me dijo que aprendió a cocinar con un chino en un restaurante que estaba en la calle maldita sea, por qué no puse atención. Yo ví muchas veces cómo partía las cebollas. Seguro se lo aprendió al chino.

A mi abuela le gustaba quejarse de que la trajo como judía errante por todos los sectores residenciales del poniente de Monterrey. Hacía una casa y luego la vendía. Y ahí íbamos, yo y mis muchachitos, a esta casa y a aquella casa. A Las Mitras y a las Cumbres. Aquí no había nada en esa época. Max vendió los primeros terrenos que se fraccionaron, decía en son de queja pero estaba orgullosa. Se conocieron tarde. Él entrando en los cuarenta. Ella en los treinta. Y emprendieron una sociedad cincuentenaria de trabajo y progenie. Ella simpática y amena. Él encantador de pocas palabras. Como si estuviera siempre jugando dominó. Observándolo todo, calculándolo todo. Y de vez en cuando, un comentario agudo aquí y otro allá.

Cuando llegué a Monterrey estaba convencido que yo le abriría las puertas del mercado universitario. En esa época todavía tenía una agencia de viajes. "Ahí organizan muchos viajes, tú me llevas contigo por la mañana- tenía ochenta y cinco años- y yo hablo con los líderes estudiantiles para venderles paquetes. Cuando salgas de clase nos regresamos juntos". Y yo le sacaba la vuelta, yéndome a hurtadillas cada día. "Deja estudiar a la muchacha, Max!!" le advertía mi abuela.

Pero no podía. Tenía que estar haciendo algo. Ganando algo. En sus últimos delirios pedía la chequera, cinco mil pesos, la cartera. Y luego otra vez, una bocanada. Como para darnos tiempo de despedirnos. De acercarnos a la cama y decirle abuelo, está todo bien y acariciarle la cabeza y angustiarnos porque quién sabe si esta será la última. ¿Cómo atestigua uno la muerte de un patriarca? Uno no lo hace.

Uno dice te quiero abuelo y toma el pelo y luego se va a dormir.

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1 Comments:

Blogger tremolotrueno ha dicho...

Me da tristeza y mucha nostalgia que tu abuelo se haya ido. Se que no es fácil pero espero que te encuentres mejor pronto.
Gracias por tan bonita narración. Algún día me animaré a tratar de hacer lo mismo sobre mi abuelo.
Te mando un abrazo carmelo.

11:28 p.m.  

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