10.18.2004

Pediche

No me gusta pedir. Dice mi madre que es de nacencia, que es de esas cosas de crianza que quiénsabededónde saqué. Ni un aumento de sueldo, ni permiso, ni opiniones ni nada. Porque no me gusta que me digan que no. Nadamás por eso. En fin. Es sábado. Estoy en una calle de mi pueblo, bajo el rayo de un sol que no parece de octubre. Tengo una lata en la mano. Es por el hambre. El hambre es mala y tenemos que terminar con ella. Por eso importuno a los conductores desdoblando mi brazo-lata-en-mano hacia ellos. Estoy sola. Todos están haciendo algo. Yo tomé un bote. Muchos me ignoran. Aceleran sin detenerse frente a mí. Estoy en una esquina en donde es preciso que se detengan pero hay muchos que no lo hacen. Muchos más esquivan mi mirada. Les busco los ojos para que al menos me digan que no. No siempre puedo. A veces el rechazo es muy grande. Tengo calor. Estoy sudando. La mezclilla se pega a mis piernas sin remedio. Los transeúntes me sacan la vuelta. De pronto, un peso, dos. Clin clang contra el aluminio caliente que detengo desde hace media hora. Los niños me miran con insistencia y me señalan. No somos indiferentes por naturaleza, me dicen esos ojitos interesados y atentos, nos hacemos con el tiempo. Con el ejemplo de los mayores, me imagino. Una mujer me increpa. Me dice palabras duras. Yo sólo quiero ayudar, le digo. ¿Y usted? Se molesta. Me dice que así no se hacen las cosas. Con una sonrisa le pregunto ¿qué sugiere? Balbucea cualquier cosa y se marcha. También hay mucha gente buena. También hay mucha gente que rasca el fondo del bolsillo y dice, "pues no es mucho pero...". A veces hay que esforzarse un poco, apelar ya no a la compasión sino a la simpatía. Alguno se da cuenta y mientras baja su vidrio me dice "Son tramposísimos esos que pensaron en poner muchachas como tú a botear, porque saben que vamos a cooperar". Ojalá. Me río de buena gana y consigo un billete. Entonces se me ocurren cosas. Qué fácil es, una sonrisita y depositan veinte pesos...Mmmhh...No puedo detenerme a pensar tanto porque se me pasan los coches. Una camioneta con vidrios oscuros se acerca despacio. Espero a que llegue junto a mí y acerco mi lata como con los ojos cerrados. Ignoro si el conductor me mira o no. Ignoro si está buscando una moneda o si habla por su celular, como hacen tantos. Le sonrío a mi reflejo en el vidrio esperando que al interior algo se sensibilice al hambre y deposite unas monedas. Empiezo a sentirme self-conscious. Voy a dar un paso atrás para volverme a subir a la banqueta. De repente, el vidrio baja y aparece un rostro que antes era conocido.

S. La última vez que lo ví fue hace tres, ¿cuatro? años. El tráfico, la lata, el ruido, todo está en otra parte. No sé qué hacer. Saca varios billetes de un dólar y empieza a enrrollarlos. Tantas cosas. Tanto tiempo. Quiero decirle algo. Creo que él también. Se casó hace casi un año. Él y yo teníamos esos planes juntos hace mucho. Cuando teníamos dieciséis, diecisiete. Cuatro años nos duró el sueño. Luego un día, yo era otra y me dí cuenta de que él no quería a esa otra. Él no se enteró jamás. Él pensaba que podía querer a la mujer en la que me estaba convirtiendo. Me obstiné en hacerle creer que no. En convencerlo de que estaría mejor sin mí, que yo no lo merecía. Me siento pequeña en la banqueta. Está batallando para hacer entrar los billetes en la lata. No lo reconozco. Estoy buscando algo que me hable de mí, de eso que éramos. Ya no está. Ya no somos. Y sin embargo, el lunar ese en el cachete, y las cejas despeinadas y el pelo negrísimo. Hasta el olor que salía de su camioneta que nunca antes había visto. Todo era como visitar un momento, no sé. Pronuncia dos palabras que no entiendo: Qué bueno. Acelera y se marcha.

1 Comments:

Blogger Roberto ha dicho...

Como es que uno se involucra en las narraciones que de pronto todo el tiempo se para, se olvida el presente y me quedo pensando..?

un abrazo

1:53 p.m.  

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