7.16.2012

día de la marmota

Todos los domingos empiezan todos igual. Despiertas en pedazos. Te estiras como si fuera lo único que tienes que hacer con prisa. Piensas un montón de palabras y luego te olvidas de apuntarlas. Agradeces el silencio, que tienes piernas. Estiras otra vez las piernas y tensas los muslos para reforzar la acción de gracias.  Prendes la tele y en los tres segundos que hay entre el silencio y su estridencia decides otra vez apagarla. Abres la compu. Chismeas. Buscas el New York Times del domingo. Sólo dos secciones. Se produce el café siempre sin calcetines. Dos, tres tazas. La última fría, la primera fragante. En el espejo envejeces. Una línea, dos, el pelo feo. Comezón en la cabeza. Rascazón en la cabeza. Todo se arreglaría con la ducha pero no hay por qué. Haces una lista mental de lo que vas a lograr. Faltan tantas horas para que se acabe el domingo. Desgrabarás la entrevista que te falta. Escribirás un testimonio. Dejarás vacía la bandeja de entrada. Ordenarás el clóset. Comprarás súper. Irás por un masaje. Te subirás a la bici. Llamarás a tus padres. Saldrás a tomar fotos. En lugar de eso miras la ventana como si fuera una película. Te pones los zapatos. Te los quitas. Te pones una sudadera. Te la quitas. Buscas una revista. Tomas dinero, las llaves. Subes al ascensor. Te miras el pelo, lo acomodas, evitas rascarte la cabeza. Saludas al portero. El portero del domingo. Sales a la calle. Doblas la derecha. Cruzas la calle. Miras a los transeúntes. Caminas una cuadra. Miras a través de la reja la basura. Adviertes el kiosco, no compras el diario, miras el salón de belleza que abre los domingos. Cruzas otra vez la calle. Doblas la derecha. Entras sin hacer fila. Saludas a Marlén. Marlén te da la mitad de un abrazo con un plato de arroz en la mano. Te acomodas en la barra. El chico juega a adivinar tu pedido. Sólo por molestarlo lo contradices. No hay Pilsen. No hay Cuzqueña. Te conformas con la horrible Brahma. Abres tu revista arrugada. Pides un plato distinto pero el cangrejo es muy pequeño. Negocias. Te dan unas yucas de cortesía. Las fotografías. Les dices a tus amigos lejanos que los extrañas. Guardas el teléfono. Viene el caldo más rico que has probado jamás. Te quieres entristecer pero no lo haces. Metes la punta de la cuchara en el ají. Lo mezclas en el plato. Soplas. Hueles. Lees sobre una conspiración en Guatemala de la que ya sabes el final. Chismeas con la otra mesera. Tu ex, dice, vino el otro día. Pero ya lo sabías. Una abuelita se te acerca con los ojos brillosos. Quiere saber qué comes. Le dices pero callas que ya no hay más cangrejos. Recuerdas otras barras, otros días a solas, otros meseros que te conocieron y ya te han olvidado. Vuelves a casa por el camino largo. Te miras de reojo en las feas fachadas de espejos. Odias tu cara cansada y sin maquillaje. Vuelves a casa. Te avientas en el sofá. Apagas el teléfono aunque nadie te ha llamado. Te lavas los dientes, preparas una manzanilla. Te echas en la cama. Quedan tantas horas. Hay tanto que escribir. Renuncias. Sales otra vez. Pides un masaje. Pagas con dinero que no tienes. Recuerdas tu celulitis mientras una mujer hace como que no existe. Estiras el brazo. Haces un lista. Vas a volver y a apuntar cosas, a lograr cosas. Faltan seis horas para que te vayas a dormir tempano. Y de pronto son las once y nada de nada.