5.14.2012

pérdida

Había perdido el único libro de Watanabe que tenía esta semana. Más bien: recién esta semana se dio cuenta. Ocurrió un domingo de aburrimiento. Despertó a las once, con una conciencia indiscutible de que ya era otoño. Lo supo porque un triángulo de luz ocupaba el lado derecho de la cama, ese que ahora estaba vacío, excepto por el sol, que nunca antes había caído de ese modo sobre el borde de la almohada. Preparó café en la prensa francesa. Siempre tenía miedo de que fuera a quebrarse. De todas formas se aproximaba al agua descalza. Es decir, tenía miedo de quemarse pero no esperaba que sucediera. Ese domingo la cafetera tampoco se rompió. Una burbuja multicolor sobresalía sobre el café mojado. ¿Es prensa francesa de verdad?, preguntaba cada diez días el dependiente de la tienda. Porque si es de filtro, mire que mejor le doy otro tipo de molido. Ella le aseguraba que así estaba bien. Descalza, con la nariz sobre la boca del recipiente de vidrio, levantó los ojos hacia el horizonte. Algún día también iba a olvidar el trazado de las calles, que ahora conocía por nombre. Algún día dos de mayo sólo sería una esquina vagamente familiar. Ahora era una efeméride. Un plazo tonto que había fijado como un capricho: "Voy a quererte hasta el dos de mayo". Le prometió que se despedirían en esa misma esquina que ahora no alcanzaba a mirar porque habían construido un edificio de siete pisos. No había sido allí, sino una cuadra más arriba. Cumplió con el ritual hollywoodesco de mirar su nuca en el taxi hasta que se perdió. Cumplió con la orden de no llorar. Con el requisito de salir con sus amigas a los dos días y también con el de abrazar a otro chico a la semana, sólo para demostrarse que podía. Se reconcilió con el silencio de la casa vacía, del refrigerador abandonado, del par solitario de zapatos junto a la puerta. Aceptó un regalo sorpresa. Después se dio cuenta que no encontraba a Watanabe.