1.16.2012

abandono

Empacar es otra forma de romperse un poquito. Volver a casa, después de un año. A la única que se puede decir que construiste. A la que limpiaste de rodillas. Que amueblaste como hormiga mermando el salario. Un sofá que dure toda la vida, un ancla. Un refrigerador plateado, un sueño. El cenicero soplado a mano con un pez microscópico que estuvo ocho años guardado porque no tenías casa. La única mancha en el sillón de la entrada, la pintura chueca del mueble que recobraste, ese foco fundido. Hay cosas que son fáciles de olvidar si no las miras todo el tiempo, pero apenas las tocas y te echas a llorar. Como si quisieras pedirles perdón por haberlas abandonado. ¿Por qué me llevé esta pulsera y no esta? Una falda con el elástico marchito, víctima de un año de soledad, queda lisiada para siempre al primer intento de abrazarla otra vez a la cadera. La maleta, ese contenedor injusto de recuerdos, de cariños, de urgencias. La sospecha de que haría falta un barco, como en otro tiempo.

Todo por supuesto, como una metáfora de lo demás.
De ellos.

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