10.04.2009

sábado de tiros

Abres los ojos a las once de la mañana. Todo está oscuro todavía. Los cierras otra vez. Estiras las piernas y restriegas el empeine contra el borde del colchón. Sonríes dormida todavía, con la nariz pegada a tu hombro izquierdo. Alcanzas el iPhone con la mano. Es tu secreto. Paseas el dedo por la pantalla, miras, lees, encuentras. Intentas alargar la mañana en la cama. Imaginas. De pronto una urgencia te saca de la modorra. M vendrá a tomar un té antes de ir a comer a casa de su suegra. Te enjabonas como si supieras un secreto. Sonríes. Con la mano derecha te tallas uno ojo. Usas la derecha porque en esa mano llevas el anillo que te hace sentir adulta. Te vistes. Suena el teléfono. Tu mamá te pregunta si has desayunado. Acaba de volver de una despedida de soltera a la que prometiste acompañarla pero lo olvidaste. Te cuenta cómo fue y en dónde. Ahora está en el supermercado y, en realidad, no te habla tanto para saludarte, aunque te aclara que sí, como para pedirte que llames a la casa y le hagas un favor. Tiene un celular nuevo y no sabe usarlo bien. Aparentemente es una Blackberry, pero es difícil saber. Por algún motivo sólo ha conseguido llamarte a ti. Olvidó su cartera en casa. Te ríes mientras tiendes la cama al descuido, si pudiera ver que no has doblado las sábanas como ella te enseñó. ¿Podrías llamar a tu hermano y pedirle que se la lleve al súper? Te parece absurdo. Intentas explicarle cómo marcar, le pides que describa la pantalla. Tocan la puerta. Es M que ha venido y tiene sólo una hora para charlar. Al teléfono dices que sí sí sí y cuelgas. Abres la puerta y además de M están los fumigadores intentando convencerte de que los necesitas. No los necesitas. Abrazas a M y te apena un poco el pelo mojado, la cara recién lavada. Un chisme, otro, aquí está el agua ¿quieres Cloud 9 o Ancient Happiness? De pronto, entre una cucharada y la servilleta, lo recuerdas. Tienes que llamar a tu hermano. Le marcas al celular. No contesta. Marcas al fijo. Alguien más contesta. Explicas, llamada en espera, tu hermano. Hermano, tu mamá llamó, necesita que la rescates en el súper. Hermano se escandaliza ¿no podría llamarlo a él personalmente? Explicas, teléfono nuevo y de quién fue al final la idea de darle una Blackberry. Que no, te dice, no es una Blackberry y refunfuña otro poco y después te cuelga. Regresas a M y a todas las cosas que deberían decirse porque hace cuánto que no se ven. Vuelve a sonar tu teléfono. Tu mamá otra vez. Te dice que está bien pero que cerraron el supermercado. Hay una balacera. La cara de M cambia sólo de ver la tuya. Preguntas cosas tontas. Tu mamá está sorpresivamente calmada. Te cuenta lo que está pasando y te recuerda que no sabe cómo hacer llamadas a otros teléfonos. Pero que estés tranquila, ella está bien. Pero tu hermano. Tu hermano que se había marchado luego de que le dijiste, a llevarle la cartera, él está en el estacionamiento. Afuera hay tiros. Dices te quiero y cuelgas el teléfono. Marcas el número de tu papá, piensas mil cosas. Tu papá te pone al tanto: Estamos todos a salvo, menos tu hermano, que andaba en la calle. Pero ya habló con él y está bien. Ahorita, te expllica, nadamás falta él. Tu mamá está encerrada pero está bien. Tengan cuidado, le dices y sientes algo feo en la panza. Abres la página del periódico, M te mira con los ojos abiertos. No hay nada. Sirves otra taza de té. Piensas en Dios. Le pides. Intentas concentrarte en la conversación. Recuerdas que hace un año, o un poco menos de un año, tú y M estaban sentadas en los mismos banquitos la noche de Thanksgiving, en la víspera de la muerte de tu abuelo. Tienes un mal presentimiento. A doscientos kilómetros hay una balacera y tu mamá y tu hermano están cerca del peligro. No puedes hacer nada más que servirte otra taza de té y pensar en Dios. Pedirle en silencio y respirar hondo y tratar de no pensar. Imaginas los soldados y el ruido y la gente. Te preguntas si estarán tirados en el suelo. Te preguntas si tu hermano estará mirando pasar las balas muy cerca, si tiene la cara contra el pavimiento, si hace mucho calor. Te preguntas si es verdad que tu papá está a salvo o si sólo quería tranquilizarte. Quieres llamar otra vez pero sientes que vas a estorbar. No quieres estorbar en medio de la crisis y el caos. ¿Qué clase de país habitas? Este miedo tan cotidiano, tan carrito del súper, tan sábado a mediodía, tan otro sorbo a la taza y mirar la pantallita del celular. Esperar que pase. Desear con muchas ganas volver a librarla. ¿Habrá de otra? ¿Hay algo más que cerrar los ojos y esperar a que termine?

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