6.07.2009

ene

Querida abuela. Hace tres años te moriste. Yo no te vi hacerlo, estaba muy lejos. El día antes de que te murieras abuela, fui a la playa en Nueva York y me quemé las plantas de los pies. Hacía mucho calor, pero el agua estaba fría. En el tren de regreso leí en la New Yorker un perfil sobre alguien en Hollywood. No recuerdo sobre quién, pero recuerdo el texto como si fuera una película en blanco y negro, con las estaciones pasando acaloradas por las ventanillas desde Rockaway Beach. Después, cuando volví a la ciudad, llamaron para decir que tal vez murieras pronto. Recuerdo la moldura blanca del departamento, la luz apagada. Diego me sirvió un trago de alcohol -tal vez haya sido en una taza- y lo bebimos juntos en la penumbra de su habitación de domingo. En silencio. Cuando volvieron a llamar, abuela, tú ya no estabas. No me viste volver, ni yo te volví a ver. Hay tantas cosas que quisiera contarte este sábado de junio que se me fue en que me dolieras. Dueles todavía abuela, en el aniversario de tu muerte. En el del año pasado, en tu casa, se me metió una hormiga en la oreja, ¿tú crees? Si hubieras estado no habría hecho todo el guato de ir al hospital. Ahora ya no vivo en tu casa, sino junto a ella. Todas las mañanas, al salir a la calle veo tu bugambilia y te extraño. ¿Te acuerdas cómo me dabas la bendición antes de irme?

Es sábado abuela, y sé que tu desaprobarías.

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