3.17.2008

domingo

Dice que cada media hora cometo una crueldad. Yo me río. Hace calor y estamos caminando en el Barrio Antiguo. Esta mañana lo fui a buscar para que turisteáramos un poco antes de que se marche. Me pidió que lo llevara al Rey del Cabrito y no pude decirle que no. Así que bajo este sol de marzo que se antoja agosto llegamos al templo del kitsch y la carne sabrosa. No había mucha gente, aquí se come tarde, más en domingo. Él come temprano. Él almuerza temprano. Tomamos una mesa con vista a los leones. Mientras llega su paleta y mi filete comparamos notas sobre el uso del maíz en nuestras respectivas civilizaciones pre y post hispánicas. En unas horas su avión lo llevará de vuelta a la capital de mi país y en un par de días más a la del suyo en donde no está por empezar la primavera. Tomamos la calle, esta misma por la que hemos caminado anoche y tomamos una decisión. No al museo, aunque él estaba dispuesto a conceder. Hay una cierta forma que tiene el sol de caer sobre las calles del barrio antiguo que es la forma centenaria que tienen de asolearse los pueblos del noreste. Sin pausa, ni sombra. Así, con las fachadas bien en la orilla de las banquetas, sin posibilidad de un árbol ni un toldo. Entramos a una casa que vende cosas viejas y arte. Por alguna razón nos hablamos en voz baja mientras pasamos los dedos y los ojos por los muebles y los ceniceros llenos de botones antiguos y los libros que no valen nada. Un chico abre una carpeta y dice estas son todas litografías. El tema es Frida Kahlo. Nos callamos y seguimos mirando. El chico se sienta con los brazos cruzados en un sillón en el cuarto del fondo mientras nosotros susurramos y tocamos y no compramos. Cuando salimos digo, era muy difícil no reírse de que el tema fuera Frida Kahlo. Es entonces cuando me reprocha: Eres cruel. Y me río con mi vestido de verano y mis chanclitas de lentejuelas y el cabello recién cortado todo revuelto.

Me gusta este domingo. Me gusta verlo comprar un billete con la efigie de Vallejo y mirarme detrás de sus lentes de marco rojo y plantarme un beso sin razón. Me gusta sentarnos en la banqueta a mirar a los hippies y fumar pegados a la pared y tener calor y saber que el rímel se ha corrido un poquito. Lo arrastro por la calle al Café Infinito pero no son las cinco todavía. Así que nos sentamos a esperar, cada uno de un lado distinto de la calle. Hay que ser una señorita para poder sentarse decorosamente en un zaguán con el vestido y el bolso grande. Sin deslucir. Porque del otro lado ese chico tiene una cámara y la sabe usar. Todo el fin de semana hemos peleado por la cámara. Porque no me gusta. Porque él quiere tomar y tomar y tomar(me). Hoy por fin, con una calle de por medio me siento agusto. Tanto que cuando pasa el del algodón de azúcar me animo y pido uno. El morado porfavor. ¿Cuánto cuesta? Veinticinco. Mis ojos atraviesan la calle ¿me lo compras? Dice que sí pero no suelta la cámara. El señor entiende y se queda a un lado, esperando que yo termine de ser inmortalizada sacándole la envoltura al dulce.

Cuando se abren las ventanas del Infinito cruzo la calle decidida y tomo la mesa de la esquina. Una cerveza para acompañar la nube morada que no termino de comerme. Click click click. Más tarde, cuando las vea, sabré que son las fotos más lindas que me han tomado en mucho tiempo. Mientras tanto escribimos cosas en una servilleta que hace cabotaje entre su pluma y la mía. Él escribe con la zurda. Cuando llega la hora se pone de pie y sale. Yo me quedo un poquito más y cuando estamos juntos afuera le cuento que me he quedado sólo porque el muchachito de pelo largo de junto les explicaba a sus dos acompañantas de chors y piel transparente que Freud esto y Lacan aquello y este libro y los recuerdos implantados. Me mira detrás de los lentes y dictamina: Eres cruel Maztrich.

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