1.13.2011

reloj

Piensas que si compras una almohada que no huela a nadie más vas a dormir tranquila. Te convences de que tu bienestar está en un tapete nuevo, un espacio cómodo, una rutina. Inventas una madriguera artificial. Intentas recrear los colores y olores que crees que van a engañarte cuando te sientas sola. Vas y compras cosas. Haces cuentas primero. Tres veces, porque no quieres equivocarte con las complejas fórmulas matemáticas que gobiernan tu bolsillo estos días. Vas y compras. Sin habértelo propuesto compras también un reloj de pared. Acomodas la ropa y sales con paso firme. Haces listas, propones cosas, tecleas, lees, tecleas. Te deshaces de palabras que puedan delatarte cuando te subas a un taxi, des una orden, hagas un chiste. Que puedan ponerte en desventaja, pues. Intentas cansarte y lo logras. Una suerte de anestesia.  Abres mucho los ojos y cierras la boca siempre que puedes. Estás incómoda. Sospechas, intuyes, descubres. Un día vuelves a tu casa y  te das cuenta que tu confort no está en la colcha con tu aroma ni en la toalla inmaculada y bien oreada. El capricho de setenta pesos que compraste sin pensarlo es tu ancla. Cuelga en la cocina, entre la recámara, el baño y el que es tu estudio y te consuela. Hace tictactictac y te acompaña. Te dice que. De pronto recuerdas un libro que leíste cuando eras niña. No era un cuento, más bien una guía ilustrada de consejos para niños. Si tienes un perrito recién nacido, decía, y no quieres que extrañe a su mamá, hazlo dormir junto a una bolsa de agua caliente y un reloj. Piensas que la almohada, el acento, la eficiencia. Y nada. Un reloj que te engaña como a un perrito recién destetado.

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