2.07.2010

café

El café tiene propiedades mágicas. Domingo, seis tazas. Es posible que sean muchas para una persona. No tantas si consideramos que hace falta leer el periódico completo y llamar a dos o tres amigos que viven en otros husos horarios y actualizarnos sobre hijos y esposos y burocracias internacionales y textos por editar y fiestas a altas horas de la nieve y ciudades lejanas. El café tiene la capacidad, dice mi jefe respecto a mí, de quitarme la cara de dormida. Después, una colega china me aclara que es verdad: la cafeína hace que los tejidos que durante la noche retienen líquido y se hinchan, vuelvan a su volumen original. Así que una taza de café es sólo para guardar las apariencias. Otra más para que arranque el cerebro. Otra sólo porque tengo frío. Los amigos de la edad se escandalizan. Ellos hace mucho que no toman tanto café. Ellos, que se casaron, o se enfermaron de gastritis o dejaron el cigarro o tienen hijos o compraron perros o se hicieron vegetarianos o maratonistas o todas las anteriores. Yo no he hecho nada de eso todavía. Me aferro al tarro. Irresponsable, abro la lata del café todos los días y aspiro un poquito. Controlo la cantidad, vierto el agua, enciendo. Después, casi siempre, a la regadera. Si es un buen día, hay música durante todo el ritual. La inconstancia en la marca es una aventura semanal. Tiene esa cualidad el café de transportarnos. De llevarnos ante una cierta ventana, a un rayo de sol, a una ráfaga de viento en particular, la textura de un sofá o una sábana.

Unos días, cuando me chiflo y le pongo un poquito de jarabe de chocolate, es como estar otra vez buscando tres francos para la máquina, fumando en las escaleras del instituto, seis idiomas despeinados discutiendo filosofía política en bufanda de colores. Algunas veces, es el aroma de la sábana de franela frente al lago congelado, un pedazo de queso brie con mermelada de blueberry. Esas tazas son de besos despreocupados. En ocasiones, la taza me lleva a una escalera de incendios, un sabor agridulce: despertares cargados con una cucharada de dulce de leche para fingir. Cuando más me gusta, el café huele a ladrillo húmedo y centenario y la taza se acomoda junto a un cuadernito o un teclado, mirando la forma que tienen las ramas del árbol ese que reverdece en el cementerio. Hay silencio esos días. La voz deja de estar en mi cabeza, ignorada, silenciada. Infla el pecho, da otro sorbo y me dicta, segura de sí misma: El café tiene propiedades mágicas.

2 Comments:

Blogger blancavg ha dicho...

Si fuera feisbuc, oprimiría "Like" :)

12:44 a.m.  
Blogger Unknown ha dicho...

Escuchando los comentarios sobre blogs me acordé de ti. Espero que estés muy bien. Un abrazo :D

http://www.npr.org/templates/story/story.php?storyId=121823544

9:42 p.m.  

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