2.24.2008

ADN dactilar


El dedo índice manda, eso se sabe desde siempre. Pero, me explican en una mesita del séptimo piso de Veintiocho de julio y Colón, no en todas las personas lo hace impunemente. Me río y dice que le gusta la forma en que sonrío. Qué original, no dijo que le gustaban mis ojos. ¿Por qué no le gustan los ojos? Me dice que somos distintos. Mucho. Pasamos la tarde caminando en Barranco, que es mucho más charming que Miraflores. Comimos ceviche, tomamos cusqueña. Compartimos un plato de chupe de camarón, porque ahora no hay langostino. Veda hasta marzo. Hay algo de complicidad en meter ambas cucharas en un mismo plato. Algo íntimo y agradable. Como la sopa. Y hablamos y hablamos y hablamos. De libros, de gente, de palabras. Le gustan las palabras (y mi sonrisa). Empieza a llover, y no es como en Coyoacán, aunque se parece. Porque aquí no llueve nunca y en Coyoacán sí, a cada rato. Entonces cita un capítulo de Moby Dick, donde Melville dice que esta es la ciudad más triste porque no tiene lágrimas. Pero él lo dice bien. Y así llegamos a la orilla del Océano donde atardece sobre las piedras. Y tomamos fotos y me sigue hablando y me gusta cómo me habla porque usa oraciones completas y bien construidas. Y se ríe de mí que hablo en cortazos y digo cosas como. Pero todos sabíamos que. El dedo anular a veces es el que manda. No en mí. Me lo explica luego de que hemos visto el atardecer más hermoso que ví a la orilla del Pacífico y nos hemos tropezado con la cosa más sorpendente que él haya visto jamás en esta ciudad, un clavo brillante que se retuerce contra las baldosas.

Entre el índice y el anular habremos de llegar a un arreglo.