5.17.2004

Son las 5:15 horas del sábado. Por fin logro que la última se suba al auto. Por fin logro que la noche se acabe. Y así nos despedimos de Hawaii por hoy al menos. Llegamos hace siete horas. Difícil despojarse de la noche y de la ciudad. Pero lo logré. DEspacito, con cuidado. Minuciosamente. Primero, una siesta frustrada. Luego, un sandwich y un jugo para las juerzas. Después, a convencer al cuerpo. Ardua labor porque él quería más bien dormirse. Lavarlo, acariciarlo, ponerlo frente al espejo. Vestirlo de hawaian party. Hombros descubiertos, blusa guapachosa. Flores en el cabello. Brillo en los labios. Ombligo asomándose intermitentemente al compás de los brazos que charlan. Alcohol. Oscuridad. Humo. Piñas coladas. Collares de plástico. Hombres con camisas de flores. Lluvia afuera. Calor adentro. Ciudad, ciudad, ciudad. Noche, noche, noche. Bailar, bailar y bailar. Gelatinas. Connato de bronca. Vecinos molestos. Después de las cinco logro convencer a la última de que se suba al auto. Apura un beso al hombre que esta madrugada no la acompañará. Una lluvia leve y constante. Todos callan. Ahora sí nadie baila. Cantan bajito y miran por la ventana y tratan de que todo se quede como está y no dé vueltas. Me congratulo de no haber deslucido tanto el evento. De saber que todavía conservo el glamour, los ojos pintados y los labios sexys. La blusa sigue puesta como debería y el hairdo también. Lástima que a estas horas ya nadie lo aprecia. Es como llegar temprano a la oficina. Nunca hay nadie ahí para darse cuenta. Me congratulo de una larga noche de copas y música y extraños (¿quién es esta gente?) en la que la voluntad le ganó al deseo en todas sus formas. Qué tonta soy.