11.12.2005

cocina y diplomacia

Hay pocas cosas que me hacen tan feliz, y no es de ahora. Disfruto cada paso, uno a uno. Ayer que salí de la escuela decidí que iba a cocinar. De West Fourth a Prince armé el menú. Puré de papas. Chuletas de puerco. Cruzo Houston y ahí, en la esquina con Broadway se me atraviesa un liacho de ejotes. Cortaditos y limpios. Tengo almendras y chalotes en la casa, yum, pago el dólar de ejotes y los meto a mi mochila. Ahí, junto a mis notas sobre la izquierda y Chávez y las crisis de representación y legitimidad y Maradona en el estadio, qué diablos fue eso. Compro tres papas y cinco manzanas, una de cada una (Macintosh, Fuji, Red, etcétera), es temporada de manzanas, hace mucho que no hago un pie. Se me ocurre algo, llamo a mi comensal en potencia. Dice que sí, pero a las nueve, y qué conveniente, esa botella chilena que nunca abrimos. Tres horas más tarde hay cinco refractarios en el horno. Las chuletas marinadas en el ovalado, en media hora hay que sacar los jugos y preparar el gravy. Debería estar escribiendo un paper. Me doy cuenta, hoy la escuela es un hobby, esto es lo que ocupa mi viernes. Pelé las manzanas frente a la tele, Catherine Deneuve engaña a su marido médico, las virutas salen enteras, qué placer, no quiero tirarlas. Tomillo y romero, sobre las papas que siempre no van a ser puré, está decidido. ¿Cuántas veces he hecho esto, este prender el horno, respirar contenta? Dieciséis años, ¿tal vez? No tengo suficiente talento para escribir, ni suficiente seso para ser científica. Yo no soy como mis amigas que ayer vinieron a cenar y publican artículos de opinión en Buenos Aires y Bogotá. Mi verdadera vocación es tal vez de esposa de diplomático, tengo todas las credenciales. Ser anfitriona y ver que el vino sea el adecuado y recibir a la delegación danesa y comentar sobre las noticias en un par de idiomas que no son míos, y, y, soy retonta. Esto me gusta, este picar chiquitito, asomar la cabeza en el horno, extender la masa y descubrir que tengo suficiente para dos tartas así que hay que partir el resto de las manzanas, picar más nueces. El flasmeis vuelve de su juego de raqueta y anuncia que huele hasta abajo, qué dicha. Me hace falta el arroz pero no tengo tiempo, son las 8 y 52. Uncle Ben al rescate, la cajita naranja y mágica. Alcanzo a pintarme la boquita y cambiarme el pantalón. El flasmeis le abre la puerta y se olvida de las distancias lingüísticas, dice Hola, cómo estás. El güero titubea tres segundos mientras yo lo escucho desde donde estoy terminando de lavarme los dientes y contesta Muy bien Flasmeis, y tú, ¿cómo estás? Qué vergüenza, qué vergüenza que yo todavía no.

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