5.08.2009

el último que quedaba

El hombre que me trajo a casa hoy a las tres de la tarde era el último pendejo del mundo. Pagó ocho mil pesos para que alguien se lo dijera.


A las dos cuarenta y seis se detuvo en Vasconcelos. Abordé. Nos saludamos cortésmente, ambos sofocados por los cuarenta grados. Y es mayo apenas, dije cumpliendo rápidamente con el protocolo climático de dos extraños que deben compartir un espacio efímero. Después quise sumirme en la indiferencia, el sopor, la semana tan mala que está por terminar. Pero él dijo: Lo bueno que el lunes ya me cambio de oficio. Lo mire por el retrovisor con curiosidad. Llevaba un camisa de manga corta a rayas y un anillo cuadrado de oro. Depositó la noticia en mis oídos como si fuera un tesoro.

Estuve callada una cuadra sin saber bien qué contestarle. Aclaró que acababa de transportar a un supervisor de recursos humanos de una empresa que estaba buscando a alguien como él. Dijo que me presente el lunes ya con una solicitud hecha. La muchacha que me va a atender ya me va a estar esperando. Él es el que mueve todo ahí, y yo lo llevé. Lo felicité. Así ya no va a asolearse tanto, porque, qué calor, ¿no? Intento devolvernos a terreno neutral y metereológico.

No. El silencio nos dura ocho pesos. Después ni los cuarenta grados van a salvarme.

Al menos una buena noticia, con lo del trabao nuevo. Hoy me habló la licenciada. Es que me estoy separando. Yo quería arreglar las cosas. Le puse el carro a su nombre. Le dí el dinero de una casa que se vendió. Porque hay que hacerle la lucha. Tenemos dos niños. Uno de diez y otro de cuatro. La licenciada dijo que ahora ella metió una demanda. Y pues así ya no se puede. Voy a tener que sacar las fotos.

Faltan como veinte pesos para que lleguemos a mi casa. Es obvio que ya no lo puedo ignorar. Busco sus ojos en el retrovisor. Aprieto los labios y subo las cejas en un gesto sincero de empatía. Sí pues..., empiezo a decir.

Es que ella tiene novio, dos meses apenas que nos separamos. Y su familia lo conoce. Se fueron a la presa, questoquelotro, se agarraban de la mano. Un vecino luego me dijo que él también los vio. Pero hasta después me dijo. Diez años con ella, fíjese. Seguro ya lo tenía desde antes, para que su familia lo conociera y todo. Y me salió con eso.

Así es a veces la gente, le digo yo, y me doy cuenta de que le estoy diciendo gente a su mujer.
No se vale, y meneo la cabeza y veo a un oficial de tránsito relamerse los bolsillos mientras se aleja de una víctima y vuelvo a menear la cabeza y sigo pensando que no se vale. Después, se me ocurre: ¿Y usted tiene unas fotos?

Pos es que yo quería estar seguro. Y le pagué a un bato para que averiguara. Pero ya que nos habíamos separado. Consiguió todo bien rápido. El mismo día. Ella le prestaba el carro. Lo veía en casa de sus papás. Ya lo tenía de tiempo. Y-puess-di-ce-que-no-me-que-ría. ¿Usted cómo ve?


Yo creo, le digo, pensándolo con cuidado, creo, y subo la voz porque se la lleva el aire por la ventana, que la gente puede hacer lo que quiera, pero que juegue derecho. Que digan que mejor se rajan, o cuáles son las condiciones, para saber si uno se queda, ¿verdad?

Sí porque pos hay unos que ni les importa, y saben y todo nomás se están haciendo. Pero ahí cada quien.

Estoy de acuerdo. Entonces somos camaradas hasta que me invade el morbo: ¿y cuánto le cobró oiga, por las fotos?

Ocho mil pesos, fíjese. Pero es bien rápido. Para ese día que yo le hablé ya tenía información. Y dice la licenciada que sí las vamos a poder usar. Yo no quería. Yo le ofrecí más dinero, y le dí el carro. Pero ya con esto así, pues cómo cree. Si hasta me dijo mi hermano, ¿sabe lo que me dijo? Ay güey, si eras el último pendejo que quedaba.

Y menea la cabeza y yo también. ¿Cómo le hace alguien para pagar tanto dinero por unas fotos que le van a romper el corazón?

Ya llegamos ¿verdad? Son treintaycuatro pesos.

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